domingo, 17 de octubre de 2010

Feliz día de la Madre, para todas y para mí también



obra de Janet Levi

sábado, 9 de octubre de 2010

Raúl Russo en el Sívori


Una eterna primavera
Una exposición que recorre la obra de Raúl Russo muestra su maestría con el color. Al borde de la abstracción, sus pinturas abren la puerta a una realidad construida a partir de lo cromático.

"¿Mi visión antes de pintar?”. La pregunta a Raúl Russo le sonaba extraña, casi un sinsentido. Es que su modo de mirar, de acercarse a la realidad, estuvo marcado por tonos intensos. “Todo lo que veo es color”, decía el artista.

Por estos días, en el Museo Sívori La lección del color reúne más de medio centenar de sus obras. Todas pertenecientes a la colección de su hijo, Raúl H. Russo, curador de la muestra junto con Vera Gerchunoff, quien cuenta que se seleccionaron trabajos clave, muchos de los cuales se habían visto por última vez en 1991, en la exposición homenaje del Museo de Bellas Artes.

La muestra es un recorrido por la producción de este conocido colorista. Se incluyen desde obras de su juventud hasta sus trabajos en el taller de París, donde se metió con el empaste y puso el foco en los paisajes. “En pintura –decía Russo– me encontré con que nadie podía enseñarme y fui formándome solo. En la escuela estudié dibujo con Centurión. Luego, pasé al taller de pintura mural y grabado de Alfredo Guido. Pero no pude soportar que interviniera en mis trabajos y decidiera según su criterio. Así que me fui antes del año. Se dice que estudié con Jorge Larco. Nunca lo he negado hasta ahora, en homenaje a quien fuera una extraordinaria persona. Pero iba a su taller sólo porque había modelo vivo, y yo no podía pagármelo. Y además, porque tenía una biblioteca extraordinaria con ediciones europeas.” Marcado por la fascinación por el color, no adhirió a ningún estilo ni perteneció a una escuela o grupo. Cuenta Martha Nanni en su libro Raúl Russo que el artista cultivó el autoaislamiento, y rechazó expresamente lo anecdótico y detallista. Con una poética, apunta la autora, “ajena a los cambios acelerados que se producen en la Argentina a partir de la Segunda Guerra Mundial”.

Tomó del fauvismo y del expresionismo para ir haciendo su camino. “¿Qué me preocupa al pintar? Poder trabajar y volver a trabajar mucho un cuadro. Que haya varias manos de pintura debajo y que todo parezca hecho en una sola sesión”, decía el artista.

Por su taller pasó Kenneth Kemble. Recibió todos los premios nacionales. Expuso, entre otros países, en EE. UU., Chile, Inglaterra, Suiza y Francia, y participó en la Bienal de San Pablo y en la de Venecia. Realizó ilustraciones de libros de Borges para bibliófilos y hasta diseñó los vitrales de la Iglesia de Nuestra Señora de los Inmigrantes, en La Boca. En 1959, pisó por primera vez Europa, y fijó su atención en Braque, Rouault, Derain y Matisse. Luego volvería a París en 1976, donde trabajó hasta su muerte.

Russo compone por zonas de color, y muchas de sus obras están al límite de la abstracción. La suya es una pincelada fulgurante, a veces con empaste, otras con óleo diluido. Los temas, a los que vuelve una y otra vez, son el paisaje, la naturaleza muerta, árboles, ventanas y la figura humana. Es en los años 50 cuando se mete a fondo con los retratos: posaron para él Santiago Cogorno, Mujica Láinez, Borges, y la lista sigue.

Se exhiben unas pocas pinturas de su primera etapa más académica, como un desnudo que hizo con menos de 20 años, y algunos bodegones, todas obras de paleta bien terrosa que luego abandonará. Hay además un Cristo muerto, realizado en distintos tamaños, donde ya aparecen esos soles rojizos a los que volverá en sus crepúsculos de fines de los 70.

Están sus imágenes de París nevada y “Ventana frente al lago I”, donde el paisaje se ve a través de una ventana, ese marco dentro del marco del cuadro fue uno de los temas que cautivó al artista. Hay también una serie de trabajos que, por la luz y las líneas negras que delimitan las formas, parecen vitrales, y en los que sobrevuela la influencia de Rouault, como “Arboles” y “Place du Tertre, la nuit, Montmartre”. Es una verdadera pena que el sector donde se encuentra esta última obra continúe mal iluminado, así como también el ala izquierda de la sala.

Consejo: vaya al museo y después dese una vuelta por los bosques de Palermo. Una experiencia diferente es ir un día de semana por la tarde, cuando el Rosedal tiene una extraña calma y hasta un aire melancólico. Uno recuerda esos naranjas, verdes y azules de Russo. Sus colores atraen más que los que regala la primavera.
Nota de MARINA OYBIN para revista Ñ publicada el 8/10/2010

domingo, 3 de octubre de 2010

Macri todavía no pagó la escultura que rompió en Arteba


LA POLEMICA POR LA OBRA QUE ROMPIO MACRI EN ARTEBA
El zoo de cristal
Hace dos meses, en la última edición de arteBA, Mauricio Macri recorría el lugar durante la inauguración cuando, en medio de una nota con CQC, metió la cabeza del notero en una obra de vidrio, lo empujó y la obra se rompió. A pesar de la promesa de arreglarla y comprarla, y el compromiso de la feria, dos meses después el artista Seth Wulsin dio a conocer una carta en la que explica que la obra sigue rota, él sin cobrar un peso y nadie se ha hecho responsable. Radar decidió llamar a cada uno de los involucrados para reconstruir los hechos y el absurdo vodevil de teléfonos descompuestos, torpezas, malos entendidos y sospechas que convirtieron todo en el gran bonete.

Por Soledad Barruti para suplemento Radar de Página 12 domingo 3 de octubre de 2010
Para ver la nota completa http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-6504-2010-10-03.html

sábado, 2 de octubre de 2010

Arte conceptual



A mitad de los años sesenta del siglo XX el todo Nueva York estaba hastiado de las metáforas del inconsciente para poetas con delirios orientalizantes y de esa pasión empalagosa de los Motherwell y compañía -que luego resultaba no ser siquiera tan apasionada, por cierto-. Es más, desde el principio de la década se habían escuchado las voces irónicas que el exceso de trascendencia genera -menos mal-. Frente a los artistas del expresionismo abstracto, siempre tan profundos -y tan borrachos, dicen las malas lenguas- que insistían pesadísimos en que había que "pintar con dos pelotas", aparecía el sureño guapo y cool Jasper Johns, quien pintaba su cuadro Pintura con dos pelotas, salpicado de la parodia que iba a impregnar el pop. El debate estaba servido y la distancia, imprescindible, también. Se establecía lo frío frente al lío pasional de pinceladas que los chicos de la generación de los cincuenta confundían con el único modo de hacer arte. Desde luego había empezado una época contenida en la cual las dos manoseadas pelotas no pasaban de ser la anécdota divertida.

Después otros fríos irían tomando posiciones. Los "minimalistas" dejaban claro por boca de uno de sus más ilustres miembros, Frank Stella, que no había segundas intenciones en las propuestas artísticas ni significados ocultos que brotaran del inconsciente: "Mi pintura está basada en un hecho: lo que ves es lo que ves". El objeto literal, su repetición, la serie, aparecían como una estrategia liberadora en la producción artística: si uno no tiene que preocuparse por ser original, puede llevar a cabo un trabajo más creativo. Lo había puesto en evidencia el propio Jones con sus banderas americanas cuya forma, igual al lienzo, le ayudaba a aproximarse al proceso: concentrarse en lo que se hace mientras se hace.

Esa sería, a finales de los años sesenta del XX, la propuesta de una de las personalidades más fascinantes de la modernidad, Sol Lewitt. Tras una etapa de juegos con la repetición en estructuras de aspecto complejísimo a partir de esquemas muy simples -próximas al minimalismo en cuanto a la "serialidad" se refiere-, Sol Lewitt reflexionaba a propósito del arte conceptualizante sobre el que se asienta buena parte de la producción contemporánea: lo esencial en la obra no es el producto último, sino el proceso. Quizás por este motivo en 1968 llevaba a cabo la famosa propuesta en la pared de la galería Paula Cooper de Nueva York. Algo radicalísimo tenía lugar en sus dibujos pintados por ayudantes siguiendo un determinado patrón: la obra corporativa, site specific y efímera, ponía en entredicho la Institución Arte como se había conocido hasta el momento. Era una especie de Factory en la cual el autor se diluía dando paso al final de la autoría como autoridad y a la obra como proceso.

En estos días pueden verse unos maravillosos dibujos en blanco y negro de Sol Lewitt en Juana de Aizpuru -quien conmemora sus cuarenta años y que ha preparado un programa especial con "clásicos" de la galería-. Se trata, como siempre ocurre con las obras de Lewitt, de un trabajo que trasciende la mera "serialidad". En este punto radica el asombro que produce una obra que por arte de magia deja de ser "fría" y se convierte en poética, cosa que no suele ocurrir con otros artistas conceptuales. Tal vez tuvo razón Lewitt cuando escribió en 1967 que "la obra no suele depender de las habilidades manuales del artista, porque la idea se convierte en una máquina de hacer un arte que no es teórico ni ilustrativo de teorías: es intuitivo, se relaciona con todo tipo de procesos mentales y no tiene un propósito fijo". Corran a ver la exposición que tampoco hay muchas oportunidades de ver a Sol Lewitt en Madrid (desdichadamente).


ESTRELLA DE DIEGO nota publicada el 25/09/2010 en el diario EL Pais.com